viernes, 7 de marzo de 2025

Miguel Ángel Vallejo Sameshima. Ángel de la guarda. Lima: Acuedi, 2024. 207 p.

 

Miguel Ángel Vallejo Sameshima. Ángel de la guarda. Lima: Acuedi, 2024. 207 p.

              Miguel Ángel Vallejo Sameshima (1983) parte del registro mimético realista para su novela criminal Ángel de la guarda. La premisa se aleja del policial lúdico de El círculo de los escritores asesinos (2012) de Diego Trelles (comentado en este blog) o La velocidad del pánico (2018) de Stuart Flores, que parten de la idea de un crítico literario asesinado por resentidos aspirantes a escritores; para acentuar la fotografía de estos tiempos marcados por el sicariato, el secuestro, la extorsión, la corrupción de funcionarios públicos o de la fuerza policial, en medio del ejercicio de la prostitución. Vallejo Sameshima se “alimenta” de los crímenes reales, de un estado de cosas permanente con la intención de ofrecer un “fresco” de la ciudad, en el que el lector llega a percibir ese “olor”, no solo la pólvora, sino la gastronomía local ampliamente admirada dentro y fuera del país.

La novela de Vallejo Sameshima se inscribe dentro de la novela criminal o novela negra, antes que del policial clásico, porque muestra la decadencia moral y crisis social en la que estamos sumergidos, antes que una investigación per se. Y puede enmarcarse dentro del denominado neopolicial latinoamericano, aunque sin la figura del periodista (como reemplazo “natural” de la figura del detective privado, inexistente en nuestra tradición; o del policía, a quien se le atribuye grandes dosis de corrupción, y por lo tanto, sería cuasi inverosímil como personaje), cuyo prestigio y credibilidad están venidas a menos luego del reciente escándalo del financiamiento del USAID.

              Como en muchos autores contemporáneos, el autor está marcado por el cine. Y no es casual que si bien la novela sea muy visual en sus escenas, también es claro que Vallejo Sameshima es heredero del cine de Tarantino, Scorsese (el de Taxi Driver), o Brian de Palma, por citar a los más obvios. En cuanto a la narrativa la novela es heredera de la violencia de Los Inocentes de Oswaldo Reynoso o el Matacabros de Sergio Galarza, pero adaptados, modernizados al presente milenio, mucho más agresivo. La novela incluye epígrafes que también dan pistas al lector: Lima es parecida al Infierno de Dante, los ecos del terrorismo de la Edad Oscura (1980-2000) se extienden al s. XXI. La novela es un intento “documental” de aludir a un tipo de violencia de época al modo vargasllosiano, y la imaginación del narrador compite con la violencia real, tal como ocurre en La conciencia del límite último, policial metaliterario atípico de Carlos Calderón Fajardo.

              La figura de este cuasi joven justiciero en bicicleta, que actúa solo, tiene conexiones con la figura de Batman. Pero a diferencia del personaje creado por Bob Kane, sus motivaciones no quedan del todo claras, es decir, no se sabe si hay algún nivel de resentimiento, si es alguien con la noción de superhombre nietzscheano, un justiciero moralista, o de si es tan inmoral como aquellos contra los que lucha y asesina. Esa ambigüedad no se resuelve del todo. Y es aquí en donde sirve la comparación: si en las novelas mencionadas anteriormente el personaje del aspirante a escritor se vuelve asesino porque no recibió una crítica favorable o mayor atención, acá hay una preocupación -digamos- mucho más social y real; ya que el justiciero moralista quiere acabar con la corrupción extendida en todos los niveles, y que heredamos desde la colonia (y que los “políticos” han sido incapaces de hacerlo). Podríamos agregar que este justiciero anónimo -en la línea del ciclo de películas de Charles Bronson- es más funcional para la novela, y que el verdadero protagonista es el ingeniero Vargas (apodado “doctor”) y la propia corrupción normalizada.

              Este ingeniero corrupto sigue permanente los asesinatos, ya que es claro que pronto el joven justiciero llegará hasta él. Sobre su biografía hay un punto de inflexión cuando deja el amor juvenil de Teresa (por presión de la familia de ella), la joven idealista que sueña con cambiar al país gracias al “socialismo”, alejándose, y uniéndose finalmente con Estela, con mayor ambición económica. Se desprende que esta unión es a la larga negativa ya que provocará cierta crisis familiar irreversible, a la vez que el nivel de corrupción irá in crescendo conforme se posicione laboralmente. Esta solución puede ser determinista, ya que el personaje de Vargas no tiene elección ni voluntad para decidir no ser corrupto, o en todo caso, que no hay forma de ascender socialmente sino es a través de la corrupción; o simplemente reafirma la sentencia popular: “Dime con quién andas y te diré quién eres”.

              La novela incorpora también titulares reales con la intención de contrastar que lo que se narra en la ficción no está alejado de la realidad. En un momento el personaje se pregunta: “Y pensar que un diario tituló que había sido un crimen pasional, inventando basura impunemente. ¿Qué más es el periodismo sino ficción que los inocentes asumen como verdad?” (144, énfasis nuestro). Si las noticias (por más que parezcan exageraciones) son ficción, entonces ¿qué es la ficción? ¿la realidad? Las fronteras se han difuminado.

              Volviendo a las motivaciones del anónimo joven justiciero podemos decir que hay un impulso tanático de ver morir la corrupción real, que es una respuesta imaginaria a este caos y estado de cosas. Si bien se afirma que en momentos de crisis surgen los superhéroes, el justiciero sigue siendo más una figura imaginaria. La posibilidad que ocurra en la realidad es nula. Los superhéroes son válvulas de escape a la crisis social, compensaciones imaginarias.

              Otro aspecto destacado es el tratamiento literario del lenguaje popular, de la replana, de la jerga local, que es otro acierto de la novela. No encontraremos acá eufemismos como “desvivir” o “ultimar” para referirse al asesinato, o banda de ciudadanos “extranjeros” (pare evitar dar referencia a un país en concreto y evitar la xenofobia, y ser “políticamente correctos”), como suele ocurrir en la TV y medios digitales o redes. El lenguaje es más directo y verosímil. El desafío final que presenta Ángel de la guarda al lector es acerca de cómo debe leerse ¿cómo ficción o cómo realidad?

              De crímenes imaginados (Trelles, Flores) pasamos a crímenes con sustrato real, o que se aproximan a la cosa real (Vallejo Sameshima), que no deja de tener ciertas resonancias a la década de los años 90 (como también ocurre con Augusto Effio y la representación de la corrupción política). Ángel de la guarda se suma a una serie narrativa que tiene también otros matices, como el policial fantástico (José Güich; Ricardo Virhuez), el policial clásico con Lenin Solano o la narcoliteratura de Charlie Becerra. Se trata de una tradición popular en auge en el siglo XXI y que representan -en el plano ficcional- parte de la violencia ya “naturalizada” por los grandes medios de comunicación.

              Elton Honores

Universidad Nacional Mayor de San Marcos