martes, 20 de septiembre de 2022

El realismo residual

 

 

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El realismo residual

Elton Honores

Universidad Nacional Mayor de San Marcos

 

Es consenso común considerar al realismo como forma dominante en la literatura peruana. Sin mucha reflexión se reitera esta idea a rajatabla cuando es claro que el panorama literario ha cambiado y ya no es suficiente hablar de realismo a secas para leer estas recientes (o nuevas) producciones literarias del horizonte contemporáneo. Se dice también que lo nuevo está gastado (no hay en sensu estricto nada nuevo en el arte. Todo remite a trabajos previos o se tejen relaciones intertextuales con otros textos o tradiciones). Nuestra tradición ha huido más del impulso vanguardista (de ruptura formal) y ha preferido las formas estables y dominantes de la tradición narrativa (es más fácil asentarse dentro de lo ya conocido y aceptado, a proponer algo digamos, diferente en términos estéticos o ideológicos): los rupturistas, los que abren caminos son siempre excepciones.

También está el ejercicio de la crítica literaria moderna. Esta aparece como tal hacia los años 50 con la denominada por consenso Generación del 50, aunque sería más oportuno hablar de Generación del 45 o de la Posguerra, dado que sus primeros miembros empiezan a publicar durante el segundo lustro de los años 40. Incluso 1947 es un año clave: se edita la revista Las Moradas (1947-1949), se publica el manifiesto del grupo Espacio, y Fernando de Szyszlo realiza su primera exposición de pintura abstracta. Con esta generación aparece Alberto Escobar con La narración en el Perú (1956) y Sebastián Salazar Bondy y Alejandro Romualdo con Antología general de la poesía peruana (1957), trabajos que sientan las bases tanto de la narración como de la poesía. Y no es casual que esta misma generación se autocanonice, no solo a sus miembros sino también su paradigma. En este caso, grosso modo, es el realismo.

La narrativa peruana se había definido a partir del indigenismo de los años 20. Una fórmula que se extiende y expande en la literatura desde 1920 a 1950, pero que en el caso de la pintura  (y el proyecto de Sabogal) empezará a ser cuestionada desde mediados de los años 30, prefiriendo instalar una modernidad estética en la plástica local. Los años 50 son años de experimentación formal. Antonio Cornejo Polar sostiene tres vías posibles: el realismo urbano, el neoindigenismo y el relato fantástico. De estos solo dos primeros fueron atendidos por la crítica, el primero porque encarnaba en ese momento lo “nuevo” (presencia de nuevos sujetos urbanos, los migrantes, y sus nuevos problemas como vivienda, educación, salud, etc.), y lo segundo, porque significaba una renovación del indigenismo, ya asentado como nuestra tradición. Lo fantástico fue visto como algo foráneo, ajeno a nuestra realidad, como evasión, como juego mental, ludismo -en suma, como ficción-, pero la orientación sociológica fue la que predominó en la crítica. El neoindigenismo se fue extendiendo hasta 1980, año en el que se abre una fisura y un trauma en la historia: la irrupción de la violencia terrorista y la violencia de Estado.

Aunque los narradores tardaron un poco en procesar la violencia del periodo (1980-2000) -obras clave son Adiós, Ayacucho (1986) de Julio Ortega, o La boca del lobo (1988) película de Francisco Lombardi- el realismo siguió manteniéndose como paradigma. Aunque esta idea dominante del escritor y su “compromiso” político con la realidad de herencia sartreana, fue diluyéndose cada vez más en las nuevas generaciones. Así llegamos a los años 90, y la posmodernidad chicha. Y la crítica, nuevamente, puso atención en lo nuevo. Asistimos a la exploración tardía de la literatura codificada en géneros y al realismo sucio en un puñado de libros que revitalizaron el realismo urbano de los 50 y 60, pero que constituyeron una minoría. Demás está decir que lo fantástico (y sus géneros afines) estuvieron siempre presentes durante estos años, pero a nadie pareció importarle demasiado. En 1997, Enrique Prochazka publica Un único desierto, y a partir de ahí podemos hablar del inicio de un nuevo horizonte, en el que el “compromiso” político ha sido desplazado por el “compromiso” estético implícito. Hacia fines de los 90, internet se masificó (es decir, se volvió de mayor acceso) y abrió nuevas puertas de influencia para los futuros narradores.

La bisagra de entresiglos está marcada por la marcha de los Cuatro Suyos y la posterior caída del fujimorato y sus vladivideos en el 2000 y el atentado a las Torres Gemelas en 2001. La idea del “fin de la historia” de Fukuyama sufre un duro revés y los nacionalismos radicales y religiosos siguen tiñendo de sangre el presente -y la amenaza de una Tercera Guerra Mundial es cada día más real y posible. El capitalismo no era el mejor de los mundos posibles, pero la globalización, o “norteamericanización” (o ahora, “asiatización”) uniformizan el presente, borran identidades y cualquier tipo de nacionalismo positivo (o peruanismo). Durante estas poco más de dos décadas del siglo XXI (2001-2022), el ciclo de la violencia política en la narrativa peruana parece estar llegando a su fin, aunque rápidamente está siendo desplazada por el tema de la “violencia urbana” derivada hacia el “hiperrealismo” (como forma alterna de competir con la espectacularidad de los productos audiovisuales; o con el aburrimiento de la vida cotidiana contemporánea dominada por la esclavitud hacia la tecnología) alrededor del 2020, una suerte de nuevo nicho editorial de las grandes corporaciones (aunque sus sucursales siguen siendo aún discretas en cuanto a propuestas o riesgos estéticos, en comparación a países como Argentina, Chile o México). Aún son pocos autores, pero es posible que conformen un nuevo núcleo, tal como ocurrió con la promocionada “novelas de autoficción” durante la década del 2010 -en las que se teje nuevamente una supuesta relación sustancial con la verdad histórica, aún si esta es “personal” o “íntima”. A ellos se suma la “narrativa escrita por mujeres”, una frase muy amplia y general como para aglutinar diversas poéticas y registros. Si algo en común comparten muchos de los autores de autoficción y la “narrativa escrita por mujeres” es que se recluyen en lo íntimo (y traumas existenciales, como la paternidad o ser padres; o madres o hijas), y representan a sectores socioeconómicos altos y globalizados, -al menos los que suelen tener exposición mediática, aunque como dijimos, siempre hay excepciones. Ya diluidos el “compromiso” político (y quizás el “estético”) queda solo el trauma, el miedo imaginario, la escritura como catarsis, recuerdos e imaginarios de un grupo que conecta con facilidad con un público específico: los que consumen y van a las ferias del libro, se toman un selfie para decir: “yo estuve aquí”. La frivolidad llegó al arte, y cada grupo generacional tiene ya incluso a sus propios críticos que validan esos proyectos en una cultura de la cancelación y de lo políticamente correcto, en el que tener 37 años es ya ser un veterano de la escritura (supongo que pasados los 40 años es atendible pensar en la jubilación). Queda una cuarta tendencia: la novela histórica, más de interés hierático de académicos universitarios que de lectores reales de carne y hueso. Dos prácticas de lectura siempre desiguales. Y claro, una quinta que sería el ciclo de violencia política, ya residual.

Si todavía se practican líneas como la autoficción, violencia urbana, la narrativa escrita por mujeres y la novela histórica (entendemos que no son categorías literarias fijas o estables, salvo la novela histórica y la autoficción, mientras que la violencia urbana es más un tema, y la narrativa escrita por mujeres, una condición extraliteraria) desde códigos realistas ¿Por qué es entonces el realismo residual? Primero: ya no hay “compromiso” político al modo de la tradición en la que era practicada hacia el medio siglo XX, con los años 90 empezó una desideologización progresiva y hoy es palpable esta orientación. Segundo: la tradición literaria sobre la que se asienta el realismo clásico y sus modelos de representación desde Flaubert a Balzac, Dostoiesvki (y acaso el propio Vargas Llosa y su “novela total”) ha sido poco leída o no es necesariamente un modelo a alcanzar para esta generación (Cfr. “Bicentenarios: Entre celebraciones y crisis (1980-2021)”). Hay un desinterés por elaborar ese gran “fresco” del momento histórico. Tercero: una de las grandes influencias en la literatura contemporánea es la televisión, el cine, la cultura rock, el anime, incluso los videojuegos (si bien puede parecer una verdad de Perogrullo); y su relación, ya sea a través de la manera de contar o de la visualidad, es necesaria de establecer. No es posible pensar ya en la escritura como un fenómeno estrictamente “literario”. Cuarto: en cuanto al cine contemporáneo, uno de los grandes renovadores es Quentin Tarantino, así que muchos, quiéranlo o no, directa o indirecta, son hijos de ese modo de contar (estético o ideológico). A él se suma la estética del videojuego (sobre todo para las escenas de acción o de violencia). Además, está la figura de Steven Spielberg y su infantilización de la ciencia ficción convertido ahora en simple espectáculo. En quinto lugar: el lenguaje del best seller también ha tenido su impacto: el lenguaje directo, frases cortas denotativas, sin espacio para la metáfora, y acción constante. Son pocos los que se animan a exploraciones psicológicas. En sexto: ya no hay escritores realistas a tiempo completo: hay escritores realistas que transitan por ficciones fantásticas y viceversa. Hay más fusiones y mezclas de registros y de géneros -incluso el propio Vargas Llosa sucumbe ante la ciencia ficción distópica en el estupendo relato “Los vientos” de 2021, tal como lo había hehco otro referente del realismo urbano del 50, Enrique Congrains con El narrador de historias (2007) y 999 palabras para el planeta tierra (2008). En su forma pura o clásica (o decimonónica), el realismo es residual, ya que está despareciendo. La hibridez es un signo de estos tiempos, en el que lo delirante puede ser un motivo constructor u orientador de las tramas. En séptimo: en términos cuantitativos, el número de escritores “fantásticos” es igual o superior al de la tradición de autores realistas. En cuanto a la calidad de los textos, aquellos le llevan amplia ventaja al registro realista, sobre todo en el cuento. En octavo: el entretenimiento como móvil o factor de mucha producción se hace necesaria o indispensable para el lector (durante el predominio del realismo social había la intención de cambiar a la sociedad a partir de la literatura y su crítica social; esta idea o era ingenua en el fondo o era utópica) que se rige bajo las leyes del capitalismo: el consumo masivo, mediato y mediático.

Lo “nuevo”, lo “actual” o lo mediato y mediático no es necesariamente lo mejor. Asistimos a una generación que ha leído otras cosas, no necesariamente una tradición local, sino que es eclética (en el peor de los casos, ya no quieren leer sino más bien solo escribir) o escéptica (no cree en los discursos políticos en el arte). En cuanto a los estudios literarios, a nadie le interesa hacer historia literaria (en algún punto hubo un predominio de la teoría, incluso por encima de los propios textos literarios, con la intención de ser más “científicos”, pero las teorías son también modas, pasan con el tiempo). Nadie está prestando atención a lo nuevo, ya sea porque es demasiada producción que desborda las posibilidades de lectura de una crítica literaria cuasi inexistente (salvo para los productos de las grandes corporaciones); porque no es posible acceder a textos regionales e incluso de Lima porque no circulan de modo adecuado (incluso en las propias ferias); por falta de medios o financiamiento (ya que la lectura y la escritura implica una inversión de tiempo que no es remunerada); o simplemente por desinterés ante lo nuevo. El panorama parece desalentador para comprender el “proceso” de la literatura contemporánea, basada ya no en los postulados de Mariátegui de 1928, sino en Netflix, Star Wars y el anime.

Lenin Solano Ambía. Asesinato entre pinturas. Lima: Apogeo, 2022. 125 p.

 

 


 

Lenin Solano Ambía. Asesinato entre pinturas. Lima: Apogeo, 2022. 125 p.

 

               Lenin Solano Ambía (Lima, 1983) tiene dentro de su producción literaria diez libros publicados, y varios en el género policial. En su nueva novela Asesinato entre pinturas irrumpe el oficial Chacaliasa y el teniente Martínez (una pareja que funciona al modo de Sherlock Holmes y Watson, de Conan Doyle), quienes develarán el misterioso crimen de Eduardo Silva, un pintor dedicado a copiar obras maestras del arte occidental. La novela tiene la estructura clásica del policial y funciona muy bien. Va directo al asunto, es decir, al crimen, para luego ir articulando pistas falsas, a través de diálogos -por momentos cínicos- con el propósito de develar al verdadero asesino y explicar el móvil.

               Pero lo más interesante es la relación intertextual (o interpictorial, según Peter Burke) que se establece con diversos cuadros, y los comentarios al mundo del arte, aunque por momentos cae en ciertos estereotipos. El motivo inicial es “Las puertas del amanecer” del pintor prerrafaelita Herbert Draper, copiada con exactitud por el pintor asesinado, pero modificado en el rostro de su amante. En ese escenario del crimen, Martínez recuerda sus clases escolares de arte: “[…] Van Gogh, Manet, Rembrandt o Velázquez. Se sintió en un pequeño museo y por un momento se olvidó de que en la sala había un hombre destrozado y de que estaba investigando quién lo había asesinado” (11, énfasis nuestro). ¿Puede al arte hacernos olvidar de lo real o a la muerte? Tal como está descrito el pasaje el arte se imagina como algo superior a la realidad, que embelesa y que aliena al espectador. En otro pasaje -dado que el pintor asesinado está rodeado de diversas copias de arte- resulta que la Monalisa, el famoso cuadro de Da Vinci se encuentra en el baño, mientras Chacaliasa pregunta: “Debe haber sido fantástico defecar viendo esa maravillosa obra de arte ¿verdad?” (12). Entre lo grotesco y lo kitsch (o huachafo o de mal gusto, pues ¿a quién se le ocurriría poner esa imagen ahí?), el arte puede servir no solo para la contemplación estética museística sino también utilitaria o pragmática. No llega a ser la “Fuente” de R. Mutt (Duchamp) ni el inodoro de Hitchcock en Psicosis, pero el baño se homologa al museo (un lugar excrementicio y de fluidos).

               Elqui Burgos aparece acá como el estafador (nombre que coincide con el poeta real radicado en París) sostiene sobre los excéntricos coleccionistas que pagan fortunas: “Son personas extravagantes que quieren tener todos los caprichos inimaginables con solo abrir la boca. Muchos de ellos quieren compensar sus vacíos, sus soledades o sus locuras llenando sus casas de pinturas, de cuadros, que solo se encuentran en los museos más famosos del mundo” (76). El coleccionismo de las obras del arte “universal” es producto no del gusto estético, formado o cultivado mediante una educación superior en las artes, sino que es más un síntoma de anomalía psicológica, de carencia afectiva, de compulsión consumista. Más adelante, estos son nombrados como millonarios ingenuos y crédulos (78), o ricos ignorantes (80).

Otro dilema se produce con “El origen del mundo” de Courbet. Cuando el pintor falsificador descubre que Burgos cobra millones mientras que aquel recibe una cantidad ínfima, decide ir aumentando su precio. Y con este cuadro llega a pedir 30 millones -cifra muy superior al original, ubicada en el Museo de Orsay. El narrador sostiene: “¿Cómo podía ese coreano estar dispuesto a pagar tanto dinero por eso? El cuadro era una mutilación del ser humano y reducía a la mujer a su zona púbica, a su vientre y a uno de sus pechos desnudos. ¿Cómo ese cuadro podía ser calificado de arte? En vez de producirte deseo, hizo el efecto contrario, pues sentiste desazón y disgusto viendo esa vagina llena de vellos negros y una hendidura que la unía con los glúteos. ¿Se masturbaría ese depravado asiático al verlo?” (83). Este juicio desconoce la ruptura que supuso la imagen del cuadro dentro de la tradición académica occidental que idealizaba el desnudo vinculándolo con la mitología, pero también acusa a cierta pornografía pasada como obras de arte. El erotismo pertenecería a la espera privada -aunque la publicidad actual desmienta esta idea.

El enemigo de Eduardo Silva es otro pintor: Miguel de la Cruz, quien define al fallecido de modo negativo: “Era un arribista, un oportunista aprovechado que siempre elogiaba a las personas que le convenían para ser famoso, para que la prensa hable de él o para estar presente en las exposiciones. Yo no necesitaba valerme de trucos tan sucios, tan baratos y tan viles […] Era un adulador de los poderosos del arte que en un solo día te pueden hacer célebre para toda la vida […]” (92). El arribismo social (en un medio específico) ha sido una constante mala práctica en diversos campos (desde artistas emergentes o aspirantes a curadores, o críticos sin trabajo o entusiastas que ansían un lugar). La imagen es clara: hay grupos de poder que controlan y dominan el arte y de otro lado, están los subalternos que aspiran a ingresar y unirse a ese círculo cerrado -aun a costa de perder su dignidad-, en una suerte de compadrazgo artístico-cultural, que con sus matices sigue vigente en la actualidad.

No explicaremos más acerca de los posibles culpables del crimen (la esposa engañada y golpeada, el amante de esta, la musa-amante del pintor, el estafador Burgos o Miguel de la Cruz). Asesinato entre pinturas, en clave policial, sirve para pensar las artes de modo más integral, buscar mayores diálogos entre literatura y arte, y acaso una posibilidad que pueda desarrollarse y mantenerse en el tiempo en la novela contemporánea.

 

Elton Honores

Universidad Nacional Mayor de San Marcos