lunes, 11 de enero de 2016

Carlos Echevarría. La galaxia escarlata. Lima: Torre de papel, 2015. 146 p.




Carlos Echevarría. La galaxia escarlata. Lima: Torre de papel, 2015. 146 p.


            Carlos Echevarría (Lima, 1990) escribe esta precuela de El planeta olvidado (2012), muy al estilo de las sagas del cine norteamericano. El resultado es dispar. La novela rinde tributo a Star Wars (SW) y quizás ese sea el principal defecto: reducir la trama futurista al enfrentamiento entre dos fuerzas, la monarquía absoluta del Imperio Toriano (equivalente al Imperio de Darth Vader) encarnado en la figura de Osturus Cruldestor y la “FOUD” una suerte de “alianza democrática” interplanetaria (similar a quienes defienden la República en SW), liderados por Jorleff. Los personajes centrales no tienen densidad psicológica ni conflictos internos.

            La novela de Echevarría se inserta dentro de la space opera. Contiene todos los elementos tópicos: los piratas espaciales –al inicio de la novela-, el racismo (las diferentes razas que pueblan el universo), las batallas espaciales y la política colonial. La FOUD promueve una economía basada en el comercio (con una serie de redes burocrático-administrativas), mientras que los Torianos constituyen una fuerza militar que simplemente quiere gobernar todo el universo. Aquí los buenos son buenos y los malos son malos. No hay término medio, a diferencia del mundo real en el que hay espacio para lo gris, para aquello que no se define aún o termina de definirse. Incluso Han Solo, el pirata de SW es cínico a la vez que se descubre como “héroe”, es más verosímil; lo mismo de Vader que decide salvar a su hijo, con lo cual se salva él mismo del “lado oscuro”.

            Llama la atención el carácter pre-moderno de la novela pues el destino es una fuerza que domina las acciones. En algún momento Cruldestor afirma sobre sus planes de expansión que “[…] nuestra historia nos da ese derecho” (36); o “la conquista de la galaxia era su destino […] la victoria estaba predestinada” (53). Incluso en el enfrentamiento entre ambos líderes, Cruldestor afirma en su delirio: “los planetas federados no son conquistados porque tuvieron mala suerte, los habitantes de estos mundos no son esclavizados o asimilados al Imperio por desgracia. Todo lo que reciben, se lo merecen […] (88, énfasis míos)”. Esto último es una idea peligrosa ya que justifica la pobreza, la injusticia, la explotación como algo natural, así como los genocidios en nombre de un destino superior ya escrito.

            Así como en la última entrega de SW los espectadores observan las inverosímiles “rabietas” de Kylo Ren cuando no obtiene lo que quiere, aquí asistimos al enfrentamiento de los líderes en el que “los soldados torianos empezaron a hacer arengas, gritaban, alzaban los brazos apoyando a su emperador” (103). La novela está pensada más para los lectores juveniles de novelas de aventuras. Lo mejor del texto es su diseño en general, cuyo marco contextual debería desprenderse más de la lectura en sí y no tanto de la explicación paratextual.

Una CF peruana demandará una localización en el espacio propio, o mejor dicho, una apropiación de los códigos de la CF para referir, representar nuestra realidad. En ese sentido, el caso de Luis T. Moy es singular, pues en base a los mismos referentes (SW) explícitos en sus dos novelas, escribe un cuento “El último cholo en Lima” (incluido en Se vende marcianos), que si bien mantiene el eje racial (y se alimenta del imaginario popular sobre lo “cholo” visto desde un sector social) logra hacer un relato de aventuras más sólido, verosímil y maduro respecto de sus novelas anteriores; o el caso de la CF tercermundista de mister Salvo o Pedro Novoa, el clasicismo de Güich, el surrealismo de Donayre;  las reflexiones metafísicas del maestro Adolph, o la crítica sociopolítica de Rivera Saavedra... Lo mismo cabría esperar de un autor de CF peruana: que se ajuste a una tradición y que la desborde y subvierta.

 

Elton Honores

Universidad Nacional Mayor de San Marcos