ESPINOZA PAJUELO, Pedro. Las cabezas de la hidra. Magreb: 2016.
¿Cuántos caminos tiene la razón? ¿Cuántos escollos
hay que sortear para aniquilar totalmente la aparente incoherencia y llevarla
hacia la simple legibilidad? Al parecer no hay respuesta, pues cada realidad
(racional o psicótica) tiene su estructura y engranaje no solo en la persona
que la proyecta, sino allende en la que percibe. En el caso de Las cabezas de la hidra, de Pedro
Espinoza Pajuelo, la escritura ha sido desbordada y atosigada con las reglas
del carnaval, por ello, se percibe la asfixia en el andamiaje “inorgánico”, así
como una voz gutural que visibiliza la agonía de Juan José Lastra, “verdadero”
escribano de estas polutas páginas “sinsentido”.
Lo
primero que evidencia el texto de Espinoza Pajuelo es la puesta en escena de
los preceptos carnavalescos de Mijail Bajtin, pues a través de sus textos nos
sometemos a la disolución de las jerarquías entre el rey y los súbditos, la
generación de un lenguaje, y el exceso
que fractura el cronotopos. Si a lo dicho le sumamos el aspecto de lo absurdo,
tenemos como resultado un vértigo semántico, donde las palabras no pueden soportar
su mismo significado, ya que son usadas como contenedoras de historias ilógicas
en el que prima la violencia, lo fantástico, y la rutina abrumadora.
Aquí
no hay leyes de enunciación ni lugares de recepción, dado que no existe autor
[rey] y lector [súbdito] establecidos. Desde el principio, mediante un juego
cervantino, Espinoza se destrona de su posición de Hacedor de significaciones,
como se consigna en los interiores: “no se ha especificado en portada que
Espinoza es el editor de la presente novela y Lastra el autor” (7). Al margen
del tópico que él mismo menoscaba (“no estoy fungiendo de creador de un Cide Hamete
de Benengeli” [15]), lo que observamos es la fractura entre Receptor y Emisor,
pues el primero es quien debe darle linealidad al vórtice desgajado de la
cadena significacional hecha por el segundo; en otros términos, la inversión de
jerarquías posibilita la interpretación derivante de un lector acostumbrado
solo a leer mas no a comprender.
La
precipitación hacia una nueva forma escritural se aprecia en el capítulo o
escena intitulada “El horizonte”, donde el galimatías de sentido, el fárrago de
las sílabas, nos recuerdan la incomprensibilidad que genera, también, el Manuscrito Voynich. Aquel texto se
presenta como bisagra a la “Hidra” que, a la manera del monstruo mitológico de
Lerna, nos presenta una serie de cabezas-entradas hacia circunstancias,
reflexiones, opiniones, vidas cotidianas, de una voz transitada por parajes de
desquiciamiento. Existe, además, una fragmentación del relato o cuento en esta
sección, ya que se presentan momentos
dispares unidos mediante una pesadumbre vivencial. Dicha profanación de las
normas enunciativas del narrar lo observamos en “Asesinato de dos japoneses”,
donde la muerte de los ciudadanos orientales solo se muestra de manera
tangencial, episódica, sin mayor conexión con el argumento central: una collera
de amigos que mantienen relaciones sexuales con un travesti. Una transgresión
más se puede hallar en la repetición de la misma historia en “La Ascensión” y
“Un sueño”, así como “El mimo en la cruz”, aunque este último tiene una
extensión mayor. Esta redundancia de la historia, por supuesto, no es gratuita,
ya que es programática, como lo afirma Espinoza Pajuelo en el “Prólogo”. De
este modo, asistimos a la construcción, avance y retroceso, mutilación y
restauración (verbigracia, en el cambio de título y extensión de los argumentos),
en el que la poiesis burbujea hasta
solidificarse en un texto, una cosa-palabra con sentido inverso a la lógica
tradicional.
En
cuanto el exceso (la gula en la diégesis) es la mezcla de géneros. Por un lado,
el “editor” menciona que es una novela,
pero en su interior hallamos relatos, cuentos, escenas, ilustraciones, un
efímero teatro, etc. Estos textos se presentan semejante a retazos que hay que
interconectar a Juan José Lastra, el significante mayor quien une y codifica
esta disparidad de secuencias, puesto que la retahíla narrativa de aquel es la
que expresa la voluntad del misterioso y nominal autor: “Esta edición ha
mantenido la cualificación de novela que consigna el manuscrito en su
portada, así como el ordenamiento de este […]. Sin embargo, lo más
satisfactorio para mí ha sido que la editorial acepte las aparentes «impropiedades», «faltas gramaticales», «fallas de estilo»,
«inconsistencias» y «gratuidades» que denunciarán los canónicos, pero que su
autor aplicó de modo programático.” (13). Con ello, se posiciona en contra del status quo, puesto que lo hiperbólico de
su obra cuestiona la fidelidad de su autoría, las intenciones de su quehacer,
así también el espacio-tiempo condicionante y fiscalizador. Así, “Lastra” se
coloca sobre un cronotopos que no la ha construido ni influenciado de manera
gravitante, ya que apenas se puede atisbar la degradación del ser humano y el
sexo descarnado noventeros en favor de una mirada sardónica y metastásica que
licúa los componentes diegéticos.
En
otro aspecto, el absurdo se percibe no solo en la articulación del sentido y la
sistematicidad de cada relato, sino en los mismos personajes aunados al nombre
de Lastra. Cada uno de estos actuantes se afluye a la ebullición de sus
instintos primarios, por ejemplo, un grupo de jóvenes que golpean sin
misericordia a un mimo o un personaje que se saca las vísceras ante un público
que aclama más sordidez y sangre; a esto hay que sumarle las pulsiones sociales
(lo que no ha sido significado y causa zozobra en la realidad construida de
manera racional) que se encargan de socavar a cada individuo que intenta
“vivir” cordialmente, verbigracia, un hombre que construye ficciones y
desarticula su realidad porque él también es una creación pasajera; o un
dramaturgo que pone en escena un obra con poco público, al principio, hasta que
los espectadores dejan de asistir con lo cual se articula una “forma de
lenguaje” para interpretar el silencio; o las voces interiores, demoniacas, que
se escuchan en el cuerpo de una mujer hospitalizada en cuidados intensivos; o
el estupor vivido por “Lastra” al encontrarse con una mujer la cual actúa y lo
trata como si él fuera un fantasma, etc.
De
todas estas historias hallamos esa voz agonizante, gutural, de cada
protagonista. Efectivamente, Espinoza Pajuelo nos envuelve en las tribulaciones
de “Lastra” y sus penurias existenciales mencionadas en el “Prólogo”; a su
manifiesta persistencia en la narrativa pese a que no pudo concebir un texto
“orgánico” del modo oficial. Ese resoplido estertor recorre a los personajes
que intentan escapar o distanciarse de su referente, pues este es insulso e
insuficiente en significaciones para que ellos puedan encauzarse en un rumbo
circunstancial. Lamentablemente, ni la ficción los salva del periplo caustico
hacia ese ojo gigante de la portada que, como las cabezas de la Hidra de Lerna,
nos incita a luchar para entrar a ese inframundo vertiginoso, a la aparente paz
de desarmonía sempiterna.
Ahora
bien, el texto estaría mejor logrado
si el “editor” Espinoza Pajuelo no hubiera cimentado y creado esa imagen de
Juan José Lastra como “poeta maldito”: un vate suicida integrante de Pedernal (agrupación que compartía
escenario con el mítico y marginal conjunto de bardos llamados Neón) que sub-existe en el realismo sucio y malditista de los años 90 que,
apenas, se deja entrever en algunas líneas de este texto, pero que reivindica,
de alguna manera, en sus formas estéticas al trastocar varios “géneros”,
actitud posmoderna y desalentadora consistente en el desmantelamiento de los
metarrelatos que guían el devenir de las personas y que fue muy característico
de aquella marea escritural.
Por
lo expuesto, Las cabezas de la hidra,
de Pedro Espinoza Pajuelo (Juan José Lastra), es un texto extraño en estos
tiempos en el que se busca complacer a los jueces y autoridades eclesiásticas del
canon literario, ya que no busca la venia de ellos ni del lector, sino la
interpelación a este último de que la literatura no está más en el papel y las
palabras que en la mente y la interpretación que le otorga el Receptor al
penetrar en la ficción, a ese mundo de ideas donde solo gobierna la sinrazón.