lunes, 3 de noviembre de 2025

Un tributo a lo desconocido. Por José Güich Rodríguez

 


UN TRIBUTO A LO DESCONOCIDO

José Güich Rodríguez

Sobre Rod Serling me resulta difícil, extremadamente complejo, decir algo que no se haya dicho ya.  Lo hice en varias ocasiones, con la sensación de que siempre encuentro a alguien distinto, poliédrico, mutante. Y más aún, expresarme sobre él con la claridad de la que han hecho gala muchos estudiosos de su obra. Ha sido tan determinante para la cultura del siglo XX, que encontrar otro ángulo de visión para explicar su legado es una tarea destinada a colisionar con ciertos límites, imposibles de ser superados.

Hoy, a medio siglo de su partida a la dimensión que primero habitó en su mente y luego se convirtió en una experiencia colectiva -trascendental y gloriosa-, nada de lo que hoy se perpetra o involucra en los terrenos de la ficción fantástica o especulativa, o el terror y el suspenso, en diversas plataformas, escapan a su influencia.

Rod Serling se convirtió en una imagen icónica y enigmática. Digo esto por el misterio que envolvía esa grave elocuencia con que presentaba cada episodio de The Twilight Zone o Night Gallery y preparaba sabiamente al espectador con el fin de ingresar a otro mundo, a lo mejor no tan distinto del nuestro.

Estará asociado eternamente a la imaginación, a los deseos insatisfechos en medio de vidas desperdiciadas, tanto como a la posibilidad de redimirnos y disponer de una segunda oportunidad luego de una existencia infestada de errores y fracasos.

Porque el gran personaje de Serling es, en mayor o menor medida, el hombre o la mujer comunes, solitarios, perdidos en la trama de los grandes centros urbanos o pequeñas localidades donde no parece haber transcurrido el tiempo.

Supo explorar los mismos dilemas a través de otros géneros, como el western, la narración histórica e incluso, el policial negro. Sus historias giran en torno de los asuntos que lo obsesionaron desde joven: la intolerancia, el racismo, el control ciudadano, los excesos del poder. Lo hizo a través de poderosas alegorías, eludiendo con suma destreza los cercos impuestos por la censura macartista que durante la década de 1950 persiguió a disidentes, rebeldes, insatisfechos y críticos de un sistema implacable donde es más importante el costo-beneficio y no el pensamiento cuestionador que expanda horizontes y demuestre que otras formas de vivir y sentir son posibles.

Hoy, cuando eso parece volver una vez más, me pregunto que le habría propinado Serling a Trump y a esa extrema derecha ultraconservadora enfrascada en apoderarse del corazón de un país….Esa oleada nefasta que acusa de traidores y no patriotas a quienes no son verdaderos norteamericanos; es decir, a quienes no son acólitos de  Trump y sus ideas. Presumo que Serling se las habría ingeniado, si hubiese atravesado el umbral de retorno a este planeta, para continuar creando esas maravillosas parábolas sobre las falencias de una especie que nunca termina de aprender o, simplemente, no quiere hacerlo, y se precipita en los abismos de costumbre. En especial, el de la estupidez galopante.

Ver una y otra vez los episodios memorables de The Twilight Zone nos devuelve la esperanza sobre el poder de las ficciones fantásticas, de su inmenso caudal de advertencias y críticas a un orden al que nos quieren obligar sin protesta alguna y ante el cual quieren que bajemos, obsecuentes, la cabeza: pensamiento único de ovejas mansas, consumo voraz y necio, post-verdades, sacralización de la violencia y  taras que se replican en otros lugares por cerebros menos hábiles -o con menos neuronas-, pero igualmente letales respecto del sostenimiento de una  auténtica democracia.

Serling peleó, cual héroe de Hemingway, mil y un batallas contra los monstruos de las cadenas de televisión entre 1950 y 1970. Sabía muy bien de la ignorancia supina y el pragmatismo ciego de esos caballeros. Por eso también debe ser admirado: por sus principios y honestidad intelectual. Él los defendería hasta que decidió ocultarse en alguno de los inolvidables relatos que nos obsequió.

Quiero terminar este tributo con un atrevimiento que, espero, no los aburra o interpreten como alarde oportunista. Ya de eso tenemos mucho en el Perú, poco antes de unas elecciones que serán, por lo que veo, una mala comedia o una película de terror de las peores.

Hace casi 25 años escribí un cuento-tributo a Rodney Edward Serling, nacido en Siracusa, y luego trasladado a Binghamton, ciudades localizadas cerca de Nueva York. Creo que es el mejor homenaje que puede hacerle un escritor de estos rumbos a alguien como este coloso de la escritura que me marcó a fuego, igual que a toda mi generación.

Leeré solo un fragmento. Se titula “En busca de Serling”.  Pertenece a El mascarón de proa, el segundo libro que publique allá por 2006. Gracias por soportarlo. No me extenderé.


“Ligia ha insistido, siempre encantadora y luminosa: “Serling nos espera mañana en la localidad de Cayuga”. No obstante su serenidad y discreción, sondeo en ella una tenue marca de apremio, algo que nunca había ocurrido a lo largo de nuestro nebuloso trayecto. Desde la habitación del hotelito al que llegamos esta tarde, he observado, una vez más, la silenciosa vía central. Toda la población se ha consagrado, como en un rito atávico, a su invariable siesta de las tardes. El silencio es agobiante. El nombre de la ciudad es impronunciable, con resonancias de alguna vieja lengua aborigen.

            Después de escrutar lo que parece constituirse en única arteria de importancia, donde Ligia ha estacionado el convertible, giro hacia ella. Ha reiterado su advertencia, si así puede considerarse aquel leitmotiv, con un registro educadísimo, propio de un manual de etiqueta para chicas de familia acomodada. Fuma con tranquilidad  envidiable un cigarrillo, reclinada sobre su costado izquierdo.  Ocupa, en posición transversal, la enorme cama de dos plazas con barras de hierro forjado. Unas finas medias de nylon realzan la hermosura de sus piernas. Deseo amoldarme con naturalidad a cada uno de sus gestos y costumbres, porque considero que eso es lo habitual en ella. Mi memoria, lamentablemente, es incapaz de reconocer con propiedad los signos de la supuesta rutina compartida. No recuerdo, por ahora, cómo conocí a Ligia, cuántos días hemos viajado para encontrar a ese sujeto, Serling, o cuándo ocurrió el accidente que afectó mis recuerdos. Serling...el nombre no me dice nada. Me oriento por los datos que, respecto a él y a todo lo concerniente a este viaje, administra a cuentagotas la siempre radiante y  escultural Ligia.

            Según sus informaciones, hace dos días resbalé al abandonar presuroso las oficinas de un banco, y me golpeé la cabeza contra la acera.  Acudí a esa agencia para retirar algo del dinero que ese generoso caballero destinó a nuestros gastos de viaje. Recuerdo, eso sí, al médico y el consultorio, impregnado de un poderoso olor a desinfectante o anestésico. Antes de eso, el vacío absoluto. De la aparatosa caída no guardo siquiera una breve imagen, algo de lo cual pudiera asirme con el fin de aclarar tantas lagunas, tantas parcelas baldías de mi conciencia. El galeno tranquilizó a Ligia, sugiriendo que prosigamos nuestro viaje; yo no presentaba lesiones graves, salvo esa momentánea incapacidad para recordar los episodios anteriores al accidente.

            El médico no prescribió que yo permaneciera unos días en la ciudad para evaluar mi estado; el viaje podría continuar, pero  recomendaba que me abstuviera de conducir el vehículo. “La memoria de su esposo retornará poco a poco, Ligia. No lo fuerce ni lo someta a tensiones”. Así inferí que esa esbelta y bella mujer, vestida con un sobrio traje azul marino, era mi esposa, mi compañera de travesía hacia el hombre llamado Serling. El golpe debió ser más fuerte de lo que yo había imaginado, puesto que Ligia tuvo que instruirme, sin ejercer demasiada presión sicológica -consejo oportuno del especialista-, sobre mi identidad, mi actividad laboral y una serie de detalles tan domésticos como gustos alimenticios, aficiones deportivas, ideas políticas o mi preferencia por alguna marca de cigarrillos. Esta amnesia temporal no ha afectado mi percepción o mis conocimientos generales sobre el mundo. Me desenvuelvo con absoluta propiedad en todos los ambientes imaginables. Pero no hay rastros de una fuerte contusión; al tocar mi cabeza, no consigo palpar un punto doloroso.

            Pese a su aplomo, ella  ignora quién es aquel hombre o a quién deberemos encontrar en Cayuga -ese nombre tampoco despierta en mí alguna sensación particular, salvo que me recuerda a “cajoon”-. Eso lo he comprobado subrepticiamente. Mi intención es retrasar unas horas nuestro viaje, con la inútil esperanza de recordar algo más y disponer de mejores recursos cuando me encuentre en presencia del anfitrión. Sería incómodo llegar a nuestro destino sin las condiciones físicas adecuadas. Después de todo, se trata de una oferta de trabajo, de un contrato, para el cual yo debería hallarme en pleno uso de mis facultades. No es que desconfíe de Ligia; carezco de motivos fehacientes. Parece ser, dentro del universo social que ella ha descrito como marco de nuestra convivencia, la mujer perfecta, la que cualquier hombre sensato desearía para sí. Es decir, dentro de los parámetros y las aspiraciones del círculo de amistades al que, creo yo, estamos adscritos. Sin embargo, presiento que hay riesgos. Ligia podría ser víctima de alguna trampa, de algún engaño que atente contra la integridad de ambos. Su explicación es insatisfactoria, aunque no doy muestras de que lo percibo así y, por el contrario, asiento como si estuviera complacido de oírla, convencido de que todo marcha por el rumbo correcto. “Eres un guionista respetado; te reunirás con Serling porque quiere que participes en uno de sus proyectos. Está formando su equipo para un nuevo programa de televisión”.

            Le manifiesto, disimulando mi creciente inquietud, que el pueblo es precioso; que sería maravilloso quedarnos un par de días para conocer los alrededores y disfrutar de las bondades de una existencia rural y plácida. Si continuara alimentando mi suspicacia, diría que Ligia ha sido adiestrada para disuadirme de cualquier actitud que hiciese peligrar la cita. Siento unas ganas terribles de fumar. Extiendo mi mano hacia el paquete de cigarrillos con el que ella juguetea una y otra vez”.