UN TRIBUTO A LO DESCONOCIDO
José
Güich Rodríguez
Sobre
Rod Serling me resulta difícil, extremadamente complejo, decir algo que no se
haya dicho ya. Lo hice en varias
ocasiones, con la sensación de que siempre encuentro a alguien distinto,
poliédrico, mutante. Y más aún, expresarme sobre él con la claridad de la que
han hecho gala muchos estudiosos de su obra. Ha sido tan determinante para la
cultura del siglo XX, que encontrar otro ángulo de visión para explicar su
legado es una tarea destinada a colisionar con ciertos límites, imposibles de
ser superados.
Hoy,
a medio siglo de su partida a la dimensión
que primero habitó en su mente y luego se convirtió en una experiencia
colectiva -trascendental y gloriosa-, nada de lo que hoy se perpetra o
involucra en los terrenos de la ficción fantástica o especulativa, o el terror
y el suspenso, en diversas plataformas, escapan a su influencia.
Rod
Serling se convirtió en una imagen icónica y enigmática. Digo esto por el
misterio que envolvía esa grave elocuencia con que presentaba cada episodio de The
Twilight Zone o Night Gallery y preparaba sabiamente al espectador
con el fin de ingresar a otro mundo, a lo mejor no tan distinto del nuestro.
Estará
asociado eternamente a la imaginación, a los deseos insatisfechos en medio de
vidas desperdiciadas, tanto como a la posibilidad de redimirnos y disponer de
una segunda oportunidad luego de una existencia infestada de errores y
fracasos.
Porque
el gran personaje de Serling es, en mayor o menor medida, el hombre o la mujer
comunes, solitarios, perdidos en la trama de los grandes centros urbanos o
pequeñas localidades donde no parece haber transcurrido el tiempo.
Supo
explorar los mismos dilemas a través de otros géneros, como el western, la
narración histórica e incluso, el policial negro. Sus historias giran en torno
de los asuntos que lo obsesionaron desde joven: la intolerancia, el racismo, el
control ciudadano, los excesos del poder. Lo hizo a través de poderosas
alegorías, eludiendo con suma destreza los cercos impuestos por la censura macartista que durante la década de 1950
persiguió a disidentes, rebeldes, insatisfechos y críticos de un sistema
implacable donde es más importante el costo-beneficio y no el pensamiento
cuestionador que expanda horizontes y demuestre que otras formas de vivir y
sentir son posibles.
Hoy,
cuando eso parece volver una vez más, me pregunto que le habría propinado
Serling a Trump y a esa extrema derecha ultraconservadora enfrascada en
apoderarse del corazón de un país….Esa oleada nefasta que acusa de traidores y
no patriotas a quienes no son verdaderos norteamericanos; es decir, a quienes
no son acólitos de Trump y sus ideas.
Presumo que Serling se las habría ingeniado, si hubiese atravesado el umbral de
retorno a este planeta, para continuar creando esas maravillosas parábolas
sobre las falencias de una especie que nunca termina de aprender o, simplemente,
no quiere hacerlo, y se precipita en los abismos de costumbre. En especial, el
de la estupidez galopante.
Ver
una y otra vez los episodios memorables de The Twilight Zone nos
devuelve la esperanza sobre el poder de las ficciones fantásticas, de su
inmenso caudal de advertencias y críticas a un orden al que nos quieren obligar
sin protesta alguna y ante el cual quieren que bajemos, obsecuentes, la cabeza:
pensamiento único de ovejas mansas, consumo voraz y necio, post-verdades, sacralización
de la violencia y taras que se replican
en otros lugares por cerebros menos hábiles -o con menos neuronas-, pero
igualmente letales respecto del sostenimiento de una auténtica democracia.
Serling
peleó, cual héroe de Hemingway, mil y un batallas contra los monstruos de las
cadenas de televisión entre 1950 y 1970. Sabía muy bien de la ignorancia supina
y el pragmatismo ciego de esos caballeros. Por eso también debe ser admirado:
por sus principios y honestidad intelectual. Él los defendería hasta que
decidió ocultarse en alguno de los inolvidables relatos que nos obsequió.
Quiero
terminar este tributo con un atrevimiento que, espero, no los aburra o
interpreten como alarde oportunista. Ya de eso tenemos mucho en el Perú, poco
antes de unas elecciones que serán, por lo que veo, una mala comedia o una
película de terror de las peores.
Hace
casi 25 años escribí un cuento-tributo a Rodney Edward Serling, nacido en
Siracusa, y luego trasladado a Binghamton, ciudades localizadas cerca de Nueva
York. Creo que es el mejor homenaje que puede hacerle un escritor de estos
rumbos a alguien como este coloso de la escritura que me marcó a fuego, igual
que a toda mi generación.
Leeré
solo un fragmento. Se titula “En busca de Serling”. Pertenece a El mascarón de proa, el
segundo libro que publique allá por 2006. Gracias por soportarlo. No me extenderé.
“Ligia
ha insistido, siempre encantadora y luminosa: “Serling nos espera mañana en la
localidad de Cayuga”. No obstante su serenidad y discreción, sondeo en ella una
tenue marca de apremio, algo que nunca había ocurrido a lo largo de nuestro
nebuloso trayecto. Desde la habitación del hotelito al que llegamos esta tarde,
he observado, una vez más, la silenciosa vía central. Toda la población se ha
consagrado, como en un rito atávico, a su invariable siesta de las tardes. El
silencio es agobiante. El nombre de la ciudad es impronunciable, con
resonancias de alguna vieja lengua aborigen.
Después de escrutar lo que parece
constituirse en única arteria de importancia, donde Ligia ha estacionado el
convertible, giro hacia ella. Ha reiterado su advertencia, si así puede
considerarse aquel leitmotiv, con un registro educadísimo, propio de un manual
de etiqueta para chicas de familia acomodada. Fuma con tranquilidad envidiable un cigarrillo, reclinada sobre su
costado izquierdo. Ocupa, en posición
transversal, la enorme cama de dos plazas con barras de hierro forjado. Unas
finas medias de nylon realzan la hermosura de sus piernas. Deseo amoldarme con
naturalidad a cada uno de sus gestos y costumbres, porque considero que eso es
lo habitual en ella. Mi memoria, lamentablemente, es incapaz de reconocer con
propiedad los signos de la supuesta rutina compartida. No recuerdo, por ahora,
cómo conocí a Ligia, cuántos días hemos viajado para encontrar a ese sujeto,
Serling, o cuándo ocurrió el accidente que afectó mis recuerdos. Serling...el
nombre no me dice nada. Me oriento por los datos que, respecto a él y a todo lo
concerniente a este viaje, administra a cuentagotas la siempre radiante y escultural Ligia.
Según sus informaciones, hace dos
días resbalé al abandonar presuroso las oficinas de un banco, y me golpeé la
cabeza contra la acera. Acudí a esa
agencia para retirar algo del dinero que ese generoso caballero destinó a
nuestros gastos de viaje. Recuerdo, eso sí, al médico y el consultorio,
impregnado de un poderoso olor a desinfectante o anestésico. Antes de eso, el
vacío absoluto. De la aparatosa caída no guardo siquiera una breve imagen, algo
de lo cual pudiera asirme con el fin de aclarar tantas lagunas, tantas parcelas
baldías de mi conciencia. El galeno tranquilizó a Ligia, sugiriendo que
prosigamos nuestro viaje; yo no presentaba lesiones graves, salvo esa momentánea
incapacidad para recordar los episodios anteriores al accidente.
El médico no prescribió que yo
permaneciera unos días en la ciudad para evaluar mi estado; el viaje podría
continuar, pero recomendaba que me
abstuviera de conducir el vehículo. “La memoria de su esposo retornará poco a
poco, Ligia. No lo fuerce ni lo someta a tensiones”. Así inferí que esa esbelta
y bella mujer, vestida con un sobrio traje azul marino, era mi esposa, mi
compañera de travesía hacia el hombre llamado Serling. El golpe debió ser más
fuerte de lo que yo había imaginado, puesto que Ligia tuvo que instruirme, sin
ejercer demasiada presión sicológica -consejo oportuno del especialista-, sobre
mi identidad, mi actividad laboral y una serie de detalles tan domésticos como gustos
alimenticios, aficiones deportivas, ideas políticas o mi preferencia por alguna
marca de cigarrillos. Esta amnesia temporal no ha afectado mi percepción o mis
conocimientos generales sobre el mundo. Me desenvuelvo con absoluta propiedad
en todos los ambientes imaginables. Pero no hay rastros de una fuerte
contusión; al tocar mi cabeza, no consigo palpar un punto doloroso.
Pese a su aplomo, ella ignora quién es aquel hombre o a quién
deberemos encontrar en Cayuga -ese nombre tampoco despierta en mí alguna
sensación particular, salvo que me recuerda a “cajoon”-. Eso lo he comprobado
subrepticiamente. Mi intención es retrasar unas horas nuestro viaje, con la
inútil esperanza de recordar algo más y disponer de mejores recursos cuando me
encuentre en presencia del anfitrión. Sería incómodo llegar a nuestro destino
sin las condiciones físicas adecuadas. Después de todo, se trata de una oferta
de trabajo, de un contrato, para el cual yo debería hallarme en pleno uso de
mis facultades. No es que desconfíe de Ligia; carezco de motivos fehacientes.
Parece ser, dentro del universo social que ella ha descrito como marco de
nuestra convivencia, la mujer perfecta, la que cualquier hombre sensato
desearía para sí. Es decir, dentro de los parámetros y las aspiraciones del
círculo de amistades al que, creo yo, estamos adscritos. Sin embargo, presiento
que hay riesgos. Ligia podría ser víctima de alguna trampa, de algún engaño que
atente contra la integridad de ambos. Su explicación es insatisfactoria, aunque
no doy muestras de que lo percibo así y, por el contrario, asiento como si
estuviera complacido de oírla, convencido de que todo marcha por el rumbo
correcto. “Eres un guionista respetado; te reunirás con Serling porque quiere
que participes en uno de sus proyectos. Está formando su equipo para un nuevo
programa de televisión”.
Le manifiesto, disimulando mi
creciente inquietud, que el pueblo es precioso; que sería maravilloso quedarnos
un par de días para conocer los alrededores y disfrutar de las bondades de una
existencia rural y plácida. Si continuara alimentando mi suspicacia, diría que
Ligia ha sido adiestrada para disuadirme de cualquier actitud que hiciese
peligrar la cita. Siento unas ganas terribles de fumar. Extiendo mi mano hacia
el paquete de cigarrillos con el que ella juguetea una y otra vez”.

