lunes, 3 de marzo de 2014

Políticas de lo fantástico, por José Güich




POLÍTICAS DE LO FANTÁSTICO

                                                                                                          José Güich Rodríguez

Buenas tardes. Quiero agradecer al crítico e investigador Elton Honores la convocatoria para integrar esta mesa, junto a destacados representantes de la narrativa peruana contemporánea como lo son mis amigos Carlos, Pedro y Fernando. Y también lo felicito por su persistencia, rigor académico y disciplina. Gracias a Elton, sin duda este Congreso Nacional de Escritores de Narrativa Fantástica y Ciencia Ficción ya se ha consolidado como una gran central de intercambios fructíferos entre autores, especialistas, editores y público, muy conocedor y exigente. Extiendo mi gratitud a la Casa de la Literatura, entidad valiosa que cumple un papel de gran importancia en el estudio y difusión de nuestras letras.
 La atención que los medios le dispensan a esta actividad anual es otra prueba fehaciente de que dichos logros se asientan sobre un territorio firme y que la narrativa de orientación fantástica ya no puede ser pasada por alto ni sujeta al silenciamiento o al ninguneo. Se trata de una alentadora emergencia de corrientes que hasta hace unas décadas estaban relegadas a ocupar casilleros membretados con vocablos como “curioso”, “evasivo” o “periférico”.
He leído al respecto las notas aparecidas en diarios de circulación nacional con bastante satisfacción, pues los gestos de desaire casi se han extinguido, suplidos por un interés creciente de parte de la prensa, a pesar de la reducción al mínimo de las páginas culturales. Eso, con probabilidad, debe de haber sido otro impulso para la aparición de soportes alternativos que alimentaron -y continúan haciéndolo- la difusión de escritores y sus trabajos, muchos de los cuales, incluso, han apostado por formatos más rentables y eficaces como el libro electrónico o e-book, palabra que poco a poco se hace familiar y protagónica, dándole la espalda a los circuitos convencionales o relativizándolos.
 ¿Habrán entrado en ruta de colisión los modos de producción clásicos? De vez en cuando circulan las voces apocalípticas sobre la desaparición del libro  como lo conocemos.  Puede que ocurra o no: estamos en los albores de un nuevo tipo de sociedad o quizá ya estamos inmersos en ella sin percatarnos claramente de aquel hecho. No creo que reemplazar volúmenes “físicos” por “digitales” sea más traumático que la progresiva sustitución, en el siglo IV de nuestra era, del antiguo “rollo” grecorromano por el “códice”, es decir, folios cosidos a los que se les colocaba una cubierta protectora.
Se trata de un círculo virtuoso, indudablemente, que en los últimos quince años ha permitido que lo fantástico emerja, luego de un extenso período de sombras y desdenes por parte de la academia tradicional, y se haya transformado en una corriente visible y abundante en producción.  Año a año, esta se incrementa gracias al aporte de todos estos agentes y sobre todo, de los jóvenes, quienes también juegan un rol de primera magnitud a través de sus propias obras, blogs, páginas web e, incluso, redes sociales.
 El acercamiento a otros discursos artísticos ha permitido la ampliación de los horizontes estéticos. Surgen por doquier propuestas de diversa índole, que fusionan sin complejos géneros y diluyen con toda naturalidad las fronteras entre la cultura de prestigio y la cultura de masas o popular, términos tradicionales que poco a poco pierden, en el fragor de la postmodernidad,  sus sentidos originales. Y eso solo en Lima: en provincias, el movimiento es notable y creo yo, mucho más atrevido y heterogéneo en la tarea de acabar con las fronteras.
En otros tiempos, a lo fantástico se le endilgaba el sambenito de eludir responsabilidades y compromisos, es decir, las grandes urgencias de una sociedad que pedía a gritos una transformación de estructuras (aspiración legítima, por supuesto). Los críticos lanzaban estas observaciones con bastante descuido y prejuicio, sin percatarse del error ingenuo que estaban cometiendo: toda narrativa, per se, es el resultado de una deliberada evasión o distanciamiento del mundo real para fundar, mediante complejos pactos implícitos, un universo autónomo, que puede o no parecerse al nuestro. Lo único que debe exigirse, a uno u otro, es la versosimilitud y la autenticidad.
Si un escritor opta por cultivar la mímesis realista o apartarse de ella deliberadamente, guiándose por otra lógica, ninguna de estas elecciones supera a la otra en aspiraciones o metas. Tanto el realismo como la literatura fantástica son capaces de cuestionar, cada una desde su óptica y registros, el mundo o el marco de relaciones que ha hecho posible la generación de una obra literaria -indesligable de su contexto- que, como ya dijeron Barthes y Eco, es “abierta”, pues solo será completada por el lector una vez que este, proyectando los marcos de interpretación de su cultura y sus experiencias, le atribuya un sentido.
Toda ficción es “política” en el sentido de que siempre reflejará, de manera más o menos velada, una determinada ideología, una escala de valores o la creencia en algún modelo de organización del tejido social.
No es monopolio del realismo esta inevitable impregnación. La única diferencia ostensible y natural es que lo fantástico cifra o codifica las tensiones y conflictos desde la ruptura con el racionalismo y  las leyes de la causalidad. Algunos autores, como Franz Kafka, supieron dar cuenta genialmente de esta crisis. Las situaciones que viven sus personajes son alegorías de un estado de cosas: la decadencia del Imperio Austro-Húngaro y su inminente colapso, que el propio autor de El proceso presenció hace cien años: la primera carnicería bélica que utilizó máquinas y químicos.
¿La metamorfosis no es mejor prueba de lo afirmado acerca de que lo fantástico nace de un acto “político” en el sentido más universal? ¿No nace del cuestionamiento de un orden establecido y del poder que este ejerce sobre los sujetos, convirtiéndolos en simples engranajes de una ignota máquina?
Lo fantástico brota, entonces, en primera instancia, de un anhelo que cada autor sabrá manejar en la medida de su formación estética y creencias personales: quebrar el imperio de la razón, subvertirlo y transformarlo. Si utiliza o no referencias concretas, más o menos históricas o todo lo contrario, es parte de ejercer su libertad, que es, al mismo tiempo, otro acto político. Dependerá de los estímulos y las imágenes que estos van forjando en el sujeto hasta que una historia toma cuerpo.
Yo recuerdo aún, si me permiten la alusión a mi trabajo, la profunda impresión que me causó ver a una señora de la tercera edad, en la calle Prescott, cerca del cruce con la avenida Salaverry, alimentando cientos de palomas, todas congregadas alrededor de ella, y la expresión transfigurada del rostro de esta buena mujer, rodeada de ese hervidero que parecía a punto de devorarla. Este episodio, que vi fugazmente desde un taxi, sumado al inicio de la oleada constructora en Lima, me sirvió de catalizador para escribir el cuento “La reina madre”, incluido en el libro Los espectros nacionales. ¿Es una ficción fantástico-política?
Depende del ángulo de visión. En este caso, yo sí la asumo como tal, puesto que en este relato se sugiere un cuestionamiento velado acerca de la prepotencia y poder de ciertas compañías constructoras, quienes suelen cometer abusos y prácticas dolosas en contra de personas no dispuestas abandonar sus viejos hogares. En colusión con las municipalidades, sueltos en plaza, hacen lo que les viene en gana a través del miedo y diversas formas de presión.
Parece que ya me precipité en la impudicia de hablar de mis cuentos. Supongo que si se me ha dado la posibilidad de ser impúdico, y si ustedes no se incomodan, me referiré brevemente a Control terrestre, al que considero un volumen muy preocupado por el hecho de que las ficciones desarrollen un motivo guía, en este caso, la existencia de fuerzas contra las cuales los individuos emprenden batallas de resistencia feroz. Espero haberlo conseguido. Siempre me queda el margen para la duda.
Relatos como el que otorga título al libro podrían acercarse más a esa aspiración: un ingeniero desencantado y fracasado en su proyecto de colonizar la Luna, que, en una Lima del futuro (año 2061) batalla silenciosamente  contra la corrupción de quienes administran un sector de esa ciudad y, en ese acto inútil, realiza un descubrimiento accidental que cambia su existencia y recompone las piezas de su visión del mundo.
En otros relatos, como “El visitante”, la clave política está mucho más definida: un mundo alternativo inspirado en la descomposición del fujimorato, atacado por un personaje sobrenatural que precipita los acontecimientos sin ninguna voluntad altruista: lo hace solo para satisfacer sus propias necesidades, igual que el protagonista, Gándara, individualista, pero con una tenue conciencia moral. Y en “El archivo de N”, que cierra el libro -modesto homenaje al maestro Verne- Teruel, el detective de mis novelas, ahora cuarentón, redescubre una etapa de su vida gracias a la epifanía de un ser de ficción que ha entablado su lucha personal con las potencias imperiales y no ceja en tal empeño.
Aquí concluyo mi intervención. Muchas gracias por su paciencia.