José Donayre. El ovni de los pantanos. México:
Pearson, 2016. 120 pp. Ilustraciones de Marco Enciso.
El rara avis
de la literatura peruana José Donayre (Lima, 1966) vuelve a incursionar en eso en que los especialistas han dado
por denominar “literatura infantil y juvenil” (ignoro qué es eso: si se trata
de presentar una ambientación con personajes menores de edad; o si el autor asume
la “voz” del menor, ya que este no puede hablar por sí mismo, subalternizándolo;
o de si debe tratar sobre ciertos temas y poner énfasis en los valores colectivos
y en la “moraleja” o “enseñanza”). “Paco Yunque”, texto clásico del vate
Vallejo, por ejemplo, puede contener todo lo mencionado anteriormente, pero a
la vez tiene un efecto pragmático: generar malestar para realizar acciones
concretas en el mundo y lograr una mejor y mayor justicia social. Pero, ¿ese es
el fin en sí mismo de la literatura?
El otro problema serio que veo es que a veces los
autores tratan a sus lectores potenciales como seres “angelicales”, que
desconocen la maldad del mundo y que hay que ponerles una venda en los ojos
para no ver el horror. En realidad puede ser todo lo contrario (pensemos sino
en las películas de terror, en la que los menores pueden ser agentes del mal).
Tampoco se trata de pensar estos lectores sean seres demoníacos, sino que hay
que tratar de buscar algún tipo de equilibrio: saber que no son ángeles ni
demonios, sino seres humanos, pequeños adultos.
En ese sentido, Donayre logra equilibrar en su
novela, el relato de aventuras con la psicología propia del púber cuasi adolescente,
que despierta al amor. El personaje de la novela de Donayre es un coleccionista obsesivo, soñador y que piensa
como adulto. Pero, a la vez, posee todo el imaginario adolescente. Una
curiosidad: suele mirar hacia arriba, a
diferencia de los otros (o sea nosotros) que miramos hacia abajo, hacia
la realidad. Arriba es entonces lo ideal, la fantasía, el deseo y los sueños;
abajo es la corrupción, Odebrecht,
los presidentes fantoches, al abuso de las autoridades, el racismo, el
clasismo, la idiotez de los aprendices, el fútbol… mejor mirar hacia arriba…
Pero mirar hacia arriba también puede ser peligroso, puede dejarte ciego,
distorsionar la nitidez de tu visión y volverte miope. Para su padre, las luces
del OVNI no pueden ser reales sino una alucinación, un error, una distorsión
que debe ser tratada por la ciencia, por la racionalidad. Pero lo único concreto
en la novela es que efectivamente hay un OVNI, es decir, no estamos solos, es
decir, hay vida inteligente (no como
la nuestra, claro).
Estas luces transmiten un mensaje en clave morse
(se trata aquí de una licencia propia de la CF, pues las equivalencias lingüísticas
entre lo humano y lo alienígena plantearían más problemas de comunicación de lo
que uno imagina). Lo que llama la atención es que se forman palabras de 11
letras que se inician con la letra “p”. Esto nos lleva a un título anterior del
autor, Horno de reverbero, en el que
se hacía gala de un repertorio de palabras extrañas, en desuso, que servían
para ficcionalizar pequeños textos. El misterio que encierra el descifrar el
sentido de la serie de palabras remite también a “Silvio en el Rosedal” de
Ribeyro, pero se trata más de un McGuffin.
Estas luces emiten un nuevo mensaje: una serie de números, que
resulta ser, gracias a la ayuda de un GPS, un lugar –recurso usado también en Presagio de Proyas. Ese lugar resulta ser
los Pantanos de Villa, de ahí el título del libro. En un momento, Camila, la
compañera de aventuras del personaje central se pregunta: “Y sí solo fuéramos
los personajes de un creador que nos hace pensar que somos personas de…”. A
estas alturas, ambas personalidades ya están lo bastante independizadas del
autor real, sin embargo, llama la atención ese juego metatextual que se plantea
al lector: si al final todo está ya determinado por algún demiurgo o entidad
superior a nosotros; o el entrar en la imaginación del autor que ha creado toda
esta historia, no es sino un artificio que nunca jamás debe tomarse por
verdadero y fáctico como creen mal e ingenuamente, algunos.
Donayre se sirve de la retórica lovecraftniana para
describir lo indescriptible de lo monstruoso o de lo otro: “Era como un cuerpo transparente, ligeramente vibrante, que
formaba pequeñas ondas concéntricas sobre el agua. No llegó o salió del agua.
Es difícil explicarlo. Había estado ahí, frente a nosotros, hasta que comenzó a
ser menos invisible, pero sin llegar a tener un color definido […]” (73). El viaje hacia la Luna y luego hacia el denominado
“objeto Messier 45”, resulta más una especie de viaje medio astral y con cierto
aire a Interstellar.
El desdoblamiento físico de Camila durante el viaje,
permite una atención médica oportuna en la realidad terrestre. Al igual que en
otros textos de Donayre, lo femenino aparece como evanescente, como una entidad
inasible e intangible, etérea. En el epílogo, el personaje sostiene que “viajar
es dejar de ser y hasta cierto punto una manera de morir” (110). Entonces, aquí
encontramos no la moraleja, sino una visión de mundo: la vida es un tránsito es
un viaje que va de la vida hacia la muerte (y la resurrección para quienes
creen en esta). El personaje nunca pierde su capacidad de asombro, lo que le
permite su carácter reflexivo. Quizás ese sea el objetivo encriptado: nunca
tomar las cosas por naturales, sino mirar siempre hacia un más allá o realidad
utópica. La “pulsión cuántica del grafeno” es solo un pretexto para la aventura.
El niño “encanecido” que regresa a la tierra luego de la aventura, es -además
de prueba irrefutable-, una forma metafórica de decirnos que en algunos, el
tiempo pasa mientras siguen siendo niños y mantienen algo valioso: su capacidad
de asombro frente al mundo.
Elton Honores
Universidad Nacional Mayor de San Marcos