martes, 29 de julio de 2025

Renato Cisneros. La distancia que nos separa. Lima: Planeta, 2018. 387 p.

 


Renato Cisneros. La distancia que nos separa. Lima: Planeta, 2018. 387 p.

               Renato Cisneros (Lima, 1976) estudió Ciencias de la Comunicaciones en la Universidad de Lima. La distancia que nos separa es su tercera novela y se publicó originalmente en 2015. Siguiendo el camino trazado en el ámbito contemporáneo por el también periodista Jaime Bayly (Lima, 1965) de ficcionalizar su propia vida, tal como ocurre en No se lo digas a nadie (1994), Cisneros hace lo propio. Pero, lo que en Bayly había de pudor -ya que su personaje Joaquín es su alter-ego, así como otros personajes a quienes modifica levemente sus nombres reales para evitar demandas judiciales o intentar revestirlos de ficción- en Cisneros es más una confesión de sentimientos personales, que escarba su historia familiar, sobre todo la de su padre el “gaucho” Cisneros, un conocido oficial militar peruano de cuestionables acciones en la vida pública (acusado de conspirador, golpista, torturador; y amigo de los militares dictadores argentinos), con la intención de limpiar su imagen pública, a partir de sus recuerdos familiares.

               Escrita en formato de novela, esta autoficción tiene dos líneas narrativas. La primera trata sobre el propio autor, quien utiliza la primera persona y construye un relato testimonial acerca de la relación con su padre, un militar autoritario, de pocas palabras, que polemiza en su vida pública cuando (y cuanto) puede; de su madre, y en general de su familia, a la que se retrae varias generaciones atrás. Se supone que hay heridas que aún no han sanado del todo, y esta primera línea es dominante y enmarca el libro desde el inicio hasta el fin. La segunda, trata sobre la propia vida del “gaucho” Cisneros, matizada con la historia social del Perú del mal llamado “Gobierno Revolucionario de las Fuerzas Armadas”, y durante la década de los 80, durante los gobiernos de Belaúnde y García, cuando el “gaucho” gozaba de mayor poder. Es claro que la segunda línea está marcada por un estilo de novela histórica, mientras que la primera es más un reportaje familiar o de crónica novelada. De los doce capítulos que incluye el libro, el capítulo 7, resulta el más valioso. Con sus 110 páginas, consigue un relato documental de ese triste periodo de la historia del país. En sí mismo, ese capítulo consigue un tono y un nivel de detalle en el que lo público y lo privado funcionan.

               Para el psicoanálisis tradicional los traumas personales de la vida adulta se reducen a la relación en la infancia con el padre o la madre. En algunos pasajes, el narrador expresa este estado de ánimo, provocado por crecer en un entorno claramente disfuncional. Curiosamente, las familias habituales limeñas del siglo pasado estaban marcadas por el autoritarismo, la distancia, y en algunos casos, por la violencia, independientemente del estrato social (las familias modelo solo existen en los sit-com). La escritura en este caso se torna terapéutica, es un modo de sanar. Esto puede ser válido, pero creo que hacer público estos traumas abre nuevas heridas en el propio entorno familiar. Entonces ¿por qué hacerlo?

               Quisiera comparar este “desnudarse” del narrador con los habituales desnudos del performance, cada vez menos creativos. Los artistas performáticos literalmente se desnudan frente al público. Más allá de sus objetivos o de su “conceptualismo”, no todos los artistas se desnudan, ni tienen porqué hacerlo. Los que eligen desnudarse tienen algo de egocentrismo ya que buscan llamar la atención. No hay obra -en el sentido clásico- porque “ellos” son la obra. Pero hay que reconocer que no todos podrían desnudarse en público. No sé si este sea un mérito en sí mismo.

               El narrador, luego de contar los últimos días de agonía del padre (¿para qué hacerlo?) hace una confesión. Luego del fallecimiento en 1995, los periodistas se acercan a pedirle información sobre el suceso y este escribe: “[…] nunca antes había tenido delante de mí un micrófono interesado en recoger mis impresiones. Nunca me había entrevistado nadie. Nunca había sentido que mi opinión o testimonio mereciera ser divulgado […] en ese instante me invadió por debajo un garrotazo de vanidad […] Me parecía egoísta indecente e injusto. Me parecía traidor. Sin embargo, el pensamiento negro me acechaba como un buitre, como una voz que en medio de la multitud me decía al oído: ahora que tu padre ha muerto por fin se fijarán en ti” (374).

               Todas las familias reales tienen sus propios secretos, su propia mitología, algunas más graves, otras más leves. No todo debe (¿puede?) ficcionalizarse. Creo que es humanamente mejor guardar los secretos de familia y dejar descansar finalmente a los muertos: hacer lo contrario es una extraña forma imaginaria de reconciliarse con su propio pasado.

  

Elton Honores

Universidad Nacional Mayor de San Marcos