Renato Cisneros. La distancia
que nos separa. Lima: Planeta, 2018. 387 p.
Renato Cisneros (Lima, 1976) estudió
Ciencias de la Comunicaciones en la Universidad de Lima. La distancia
que nos separa es su tercera novela y se publicó originalmente en 2015. Siguiendo
el camino trazado en el ámbito contemporáneo por el también periodista Jaime Bayly
(Lima, 1965) de ficcionalizar su propia vida, tal como ocurre en No se lo
digas a nadie (1994), Cisneros hace lo propio. Pero, lo que en Bayly había
de pudor -ya que su personaje Joaquín es su alter-ego, así como otros
personajes a quienes modifica levemente sus nombres reales para evitar demandas
judiciales o intentar revestirlos de ficción- en Cisneros es más una confesión
de sentimientos personales, que escarba su historia familiar, sobre todo la de
su padre el “gaucho” Cisneros, un conocido oficial militar peruano de
cuestionables acciones en la vida pública (acusado de conspirador, golpista, torturador;
y amigo de los militares dictadores argentinos), con la intención de limpiar su
imagen pública, a partir de sus recuerdos familiares.
Escrita
en formato de novela, esta autoficción tiene dos líneas narrativas. La primera
trata sobre el propio autor, quien utiliza la primera persona y construye un
relato testimonial acerca de la relación con su padre, un militar autoritario,
de pocas palabras, que polemiza en su vida pública cuando (y cuanto) puede; de
su madre, y en general de su familia, a la que se retrae varias generaciones atrás.
Se supone que hay heridas que aún no han sanado del todo, y esta primera línea
es dominante y enmarca el libro desde el inicio hasta el fin. La segunda, trata
sobre la propia vida del “gaucho” Cisneros, matizada con la historia social del
Perú del mal llamado “Gobierno Revolucionario de las Fuerzas Armadas”, y
durante la década de los 80, durante los gobiernos de Belaúnde y García, cuando
el “gaucho” gozaba de mayor poder. Es claro que la segunda línea está marcada
por un estilo de novela histórica, mientras que la primera es más un reportaje
familiar o de crónica novelada. De los doce capítulos que incluye el libro, el
capítulo 7, resulta el más valioso. Con sus 110 páginas, consigue un relato
documental de ese triste periodo de la historia del país. En sí mismo, ese
capítulo consigue un tono y un nivel de detalle en el que lo público y lo
privado funcionan.
Para
el psicoanálisis tradicional los traumas personales de la vida adulta se
reducen a la relación en la infancia con el padre o la madre. En algunos
pasajes, el narrador expresa este estado de ánimo, provocado por crecer en un
entorno claramente disfuncional. Curiosamente, las familias habituales limeñas del
siglo pasado estaban marcadas por el autoritarismo, la distancia, y en algunos
casos, por la violencia, independientemente del estrato social (las familias
modelo solo existen en los sit-com). La escritura en este caso se torna
terapéutica, es un modo de sanar. Esto puede ser válido, pero creo que hacer público
estos traumas abre nuevas heridas en el propio entorno familiar. Entonces ¿por
qué hacerlo?
Quisiera
comparar este “desnudarse” del narrador con los habituales desnudos del
performance, cada vez menos creativos. Los artistas performáticos literalmente se
desnudan frente al público. Más allá de sus objetivos o de su “conceptualismo”,
no todos los artistas se desnudan, ni tienen porqué hacerlo. Los que eligen
desnudarse tienen algo de egocentrismo ya que buscan llamar la atención. No hay
obra -en el sentido clásico- porque “ellos” son la obra. Pero hay que reconocer
que no todos podrían desnudarse en público. No sé si este sea un mérito en sí
mismo.
El
narrador, luego de contar los últimos días de agonía del padre (¿para qué
hacerlo?) hace una confesión. Luego del fallecimiento en 1995, los periodistas
se acercan a pedirle información sobre el suceso y este escribe: “[…] nunca
antes había tenido delante de mí un micrófono interesado en recoger mis
impresiones. Nunca me había entrevistado nadie. Nunca había sentido que mi
opinión o testimonio mereciera ser divulgado […] en ese instante me invadió por
debajo un garrotazo de vanidad […] Me parecía egoísta indecente e injusto. Me parecía
traidor. Sin embargo, el pensamiento negro me acechaba como un buitre, como una
voz que en medio de la multitud me decía al oído: ahora que tu padre ha muerto
por fin se fijarán en ti” (374).
Todas
las familias reales tienen sus propios secretos, su propia mitología, algunas
más graves, otras más leves. No todo debe (¿puede?) ficcionalizarse. Creo que
es humanamente mejor guardar los secretos de familia y dejar descansar finalmente
a los muertos: hacer lo contrario es una extraña forma imaginaria de reconciliarse
con su propio pasado.
Elton Honores
Universidad Nacional Mayor de San
Marcos
