martes, 20 de septiembre de 2022

Lenin Solano Ambía. Asesinato entre pinturas. Lima: Apogeo, 2022. 125 p.

 

 


 

Lenin Solano Ambía. Asesinato entre pinturas. Lima: Apogeo, 2022. 125 p.

 

               Lenin Solano Ambía (Lima, 1983) tiene dentro de su producción literaria diez libros publicados, y varios en el género policial. En su nueva novela Asesinato entre pinturas irrumpe el oficial Chacaliasa y el teniente Martínez (una pareja que funciona al modo de Sherlock Holmes y Watson, de Conan Doyle), quienes develarán el misterioso crimen de Eduardo Silva, un pintor dedicado a copiar obras maestras del arte occidental. La novela tiene la estructura clásica del policial y funciona muy bien. Va directo al asunto, es decir, al crimen, para luego ir articulando pistas falsas, a través de diálogos -por momentos cínicos- con el propósito de develar al verdadero asesino y explicar el móvil.

               Pero lo más interesante es la relación intertextual (o interpictorial, según Peter Burke) que se establece con diversos cuadros, y los comentarios al mundo del arte, aunque por momentos cae en ciertos estereotipos. El motivo inicial es “Las puertas del amanecer” del pintor prerrafaelita Herbert Draper, copiada con exactitud por el pintor asesinado, pero modificado en el rostro de su amante. En ese escenario del crimen, Martínez recuerda sus clases escolares de arte: “[…] Van Gogh, Manet, Rembrandt o Velázquez. Se sintió en un pequeño museo y por un momento se olvidó de que en la sala había un hombre destrozado y de que estaba investigando quién lo había asesinado” (11, énfasis nuestro). ¿Puede al arte hacernos olvidar de lo real o a la muerte? Tal como está descrito el pasaje el arte se imagina como algo superior a la realidad, que embelesa y que aliena al espectador. En otro pasaje -dado que el pintor asesinado está rodeado de diversas copias de arte- resulta que la Monalisa, el famoso cuadro de Da Vinci se encuentra en el baño, mientras Chacaliasa pregunta: “Debe haber sido fantástico defecar viendo esa maravillosa obra de arte ¿verdad?” (12). Entre lo grotesco y lo kitsch (o huachafo o de mal gusto, pues ¿a quién se le ocurriría poner esa imagen ahí?), el arte puede servir no solo para la contemplación estética museística sino también utilitaria o pragmática. No llega a ser la “Fuente” de R. Mutt (Duchamp) ni el inodoro de Hitchcock en Psicosis, pero el baño se homologa al museo (un lugar excrementicio y de fluidos).

               Elqui Burgos aparece acá como el estafador (nombre que coincide con el poeta real radicado en París) sostiene sobre los excéntricos coleccionistas que pagan fortunas: “Son personas extravagantes que quieren tener todos los caprichos inimaginables con solo abrir la boca. Muchos de ellos quieren compensar sus vacíos, sus soledades o sus locuras llenando sus casas de pinturas, de cuadros, que solo se encuentran en los museos más famosos del mundo” (76). El coleccionismo de las obras del arte “universal” es producto no del gusto estético, formado o cultivado mediante una educación superior en las artes, sino que es más un síntoma de anomalía psicológica, de carencia afectiva, de compulsión consumista. Más adelante, estos son nombrados como millonarios ingenuos y crédulos (78), o ricos ignorantes (80).

Otro dilema se produce con “El origen del mundo” de Courbet. Cuando el pintor falsificador descubre que Burgos cobra millones mientras que aquel recibe una cantidad ínfima, decide ir aumentando su precio. Y con este cuadro llega a pedir 30 millones -cifra muy superior al original, ubicada en el Museo de Orsay. El narrador sostiene: “¿Cómo podía ese coreano estar dispuesto a pagar tanto dinero por eso? El cuadro era una mutilación del ser humano y reducía a la mujer a su zona púbica, a su vientre y a uno de sus pechos desnudos. ¿Cómo ese cuadro podía ser calificado de arte? En vez de producirte deseo, hizo el efecto contrario, pues sentiste desazón y disgusto viendo esa vagina llena de vellos negros y una hendidura que la unía con los glúteos. ¿Se masturbaría ese depravado asiático al verlo?” (83). Este juicio desconoce la ruptura que supuso la imagen del cuadro dentro de la tradición académica occidental que idealizaba el desnudo vinculándolo con la mitología, pero también acusa a cierta pornografía pasada como obras de arte. El erotismo pertenecería a la espera privada -aunque la publicidad actual desmienta esta idea.

El enemigo de Eduardo Silva es otro pintor: Miguel de la Cruz, quien define al fallecido de modo negativo: “Era un arribista, un oportunista aprovechado que siempre elogiaba a las personas que le convenían para ser famoso, para que la prensa hable de él o para estar presente en las exposiciones. Yo no necesitaba valerme de trucos tan sucios, tan baratos y tan viles […] Era un adulador de los poderosos del arte que en un solo día te pueden hacer célebre para toda la vida […]” (92). El arribismo social (en un medio específico) ha sido una constante mala práctica en diversos campos (desde artistas emergentes o aspirantes a curadores, o críticos sin trabajo o entusiastas que ansían un lugar). La imagen es clara: hay grupos de poder que controlan y dominan el arte y de otro lado, están los subalternos que aspiran a ingresar y unirse a ese círculo cerrado -aun a costa de perder su dignidad-, en una suerte de compadrazgo artístico-cultural, que con sus matices sigue vigente en la actualidad.

No explicaremos más acerca de los posibles culpables del crimen (la esposa engañada y golpeada, el amante de esta, la musa-amante del pintor, el estafador Burgos o Miguel de la Cruz). Asesinato entre pinturas, en clave policial, sirve para pensar las artes de modo más integral, buscar mayores diálogos entre literatura y arte, y acaso una posibilidad que pueda desarrollarse y mantenerse en el tiempo en la novela contemporánea.

 

Elton Honores

Universidad Nacional Mayor de San Marcos